El baile del destino by Aurora Guerra

El baile del destino by Aurora Guerra

autor:Aurora Guerra
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Romántico
publicado: 2015-11-23T23:00:00+00:00


De Salvador Castro nunca más se supo. Alfonso y Ramiro Castañeda ayudaron a enterrar su cuerpo y a ocultar su tumba con rocas. Soledad se aseó como pudo, y dijo haberse hecho los arañazos en su afán por coger las moras más gordas y jugosas. Francisca empezó a pensar que su esposo los había abandonado cuando pasaron los días y no regresaba. Pasaron los meses y nadie supo del señor de La Casona. Cuando bajaron las aguas del río más mansas y menos caudalosas, unos pastores sacaron un cuerpo hinchado e irreconocible del río, de un varón, casi sin ropas. Francisca sin dudar dijo que era de su marido. No tenía el menor indicio de que ese putrefacto trozo de carne fuera el de Salvador, pero bien deseaba que lo fuera. Francisca fue considerada viuda. Desde ese mismo instante, sería la dueña y señora de hacienda y propiedades. Y, sobre todo, la dueña y señora de su vida. Sería la Montenegro.

Tristán acudió al sepelio del que creía su padre y vio a su hermana distinta. No sabía qué era, aunque supuso que era alivio. Muerto el perro, se acabó la rabia. Aún le negaba el saludo, pero, cuando marchó de regreso a su academia, se fue más tranquilo. Nadie mancillaría de nuevo a Soledad. Puso rumbo a Valladolid sin imaginar que en ese viaje rozaría de nuevo la felicidad con los dedos.

Resultó que, pasando noche en una fonda aledaña a Tordesillas, el joven cadete, que ya había aprobado sus exámenes de ingreso y vestía como tal, cenaba al amor de la lumbre sentado a una gran mesa de madera pulida por el tiempo y de inmenso banco corrido. Mientras degustaba la contundente cena castellana, escuchaba distraídamente a la posadera discutiendo con su señor esposo, un orondo aldeano de nariz coloradota por el vino y dedos gruesos como las ricas morcillas que vendía.

—Rubén, la Niña se nos muere.

—No digas tontás, mujer. Nada más está pariendo.

—Pero lo que le llega ha de ser grande. Se la ve sufrir de veras.

—¡Quia! Es una hembra, ¿no? Pues parirá.

La mujer, menguada y arrugada por el trabajo y peinada con un aparatoso moño, rezongó.

—Te digo que la Niña se nos muere.

Tristán, de natural compasivo, habló a la mujer cuando esta le trajo una jarra de vino.

—Señora, ¿qué le aflige?

—Mi esposo, caballero. Que es de natural agarrao y no quiere gastar una perra para que alguien ayude a parir a la Niña.

—¿Está alumbrando su hija de usted?

La posadera le miró con los ojos muy abiertos, con hondo estupor, y de repente lanzó una sonora carcajada.

—¡Mi hija, dice! ¿Has oído, Rubén? El soldadito dice que la Niña es nuestra hija.

El posadero, que limpiaba el mármol de la barra con dedicación, hizo un chasquido con la lengua.

—Parecérsete a ti, se parece.

La mujer torció el gesto enfadada.

—Mira tú el que fue a hablar, no te amuela. El tenorio del pueblo. Amos, anda…

Y se fue para la cocina murmurando. Tristán quedó con un palmo de narices, sin saber a qué la guasa.



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